KARI, la octava niña elegida

El Ipod está en modo aleatorio, aún asi se oye el traqueteo del propio tren por las vías. Será que tengo una música baja, porque no me gusta la que me hace ensordecer, suelo acabar con un dolor de cabeza dificil de remediar, asique no me la pongo alta. Melodías como Rojo Relativo o Leave's eyes - Norwegian Loveson, Parte de tu mundo o Si amaneciera - Saratoga. El libro entre las manos, el sol detrás de una cortina gris que apenas impide que la luz me ciegue, la mochila en el asiento de al lado y las botas, igualmente encima, ocupando la mediana que debiera separa un espacio vital y otro. A veces me paro a ver el rosario de cuentas azules, filigrateadas unas rosas en plata que descansa sobre mi pecho e incluso toca mis piernas. Ese detalle me hace sonreir mientras comento mentalmente "Qué largo es". Parece una estupidez pero para mí es una delicia. Recuerdo haber leído algo sobre un japonés que se escapa de casa, que vive unos días sumergidos en la rutina pero luego algo hace que acabe completamente con todos sus esquemas. Recuerdo que solo tiene quince años y por un momento pienso en lo que sería irme de casa, en si el tren en el que voy tuviese una dirección diferente y por un instante, fantaseo con ese hecho. La música está sonando y no siento nervio alguno, ¿por qué iba a sentirlo? Nadie me espera, nadie sabe a donde voy. Ni si quiera yo. Y eso es lo mejor. Alguien podría preguntarme mi destino "¿Hacia donde va, señorita?" y yo le contestaría "No creo en la predestinación, lo siento". Posiblemente me mirase como diciendo ¿Perdon? y yo sonreiría misteriosamente, como me gusta o quizá socarronamente pensando "Déjalo, no lo entenderías". Volvería la cabeza al libro e ignoraría todo mi alrededor.